EL SALITRE NEGRO: LA HISTORIA
DE UNA CONSPIRACIÓN CONTRA CHILE

Cristian Salazar Naudón


Una de las peores costumbres de los complacientes historiadores de nuestra América Latina -siempre dispuestos a perdonarle a sus pueblos hasta las más aberrantes atrocidades y autocanibalismos-, es sostener con majadería que sólo los intereses de las grandes potencias extranjeras se han encontrado detrás de todos los conflictos entre los hermanitos del continente, como si los pueblos fueran inválidos tullidos en la parálisis de su propio destino, cual un peón que espera ser movido para saltar de un metro cuadrado a otro, hasta caer fuera del tablero.

En la Guerra de la Triple Alianza, la Guerra del Pacífico, la Guerra del Chaco y hasta en la totalidad de los golpes militares del siglo XX, la siniestra mano del "imperialismo internacional" ha sido cargada como única y esencial responsable de hacer pelear a los pobres pueblos, siempre victimizados como masas inocentes incapaces de controlar su presente y menos su futuro, siempre distraídas por el hambre y la opresión.

Seamos claros: los pueblos y sus representantes políticos son los únicos responsables de sus triunfos y de sus desgracias. No ha existido una sola intervención internacional en la realidad de la América mestiza, cuyos primeros peldaños no hayan sido las espaldas de una buena cantidad de rastreros y traidores, motivados por intereses absolutamente personales, pero que tienen el talento de disfrazar tales ambiciones con la estola colorida del bien superior. Ni siquiera episodios infaustos de la historia de esta América llorona e irresponsable, como la agresión imperial europea contra México, estuvieron libres de la actuación de almas miserables locales, dispuestas a entregarse al agresor por un puñado de aceitunas... ¡Si hasta el mandatario argentino Bartolomé Mitre, la vaca sagrada del americanismo bolivariano, los apoyó!

La historia de Chile también registra un episodio siniestro: cuando se entregó al poder empresarial británico toda la industria salitrera regada de sangre de héroes chilenos, por la acción inepta de un grupo de político que, además, ostenta el gravísimo cargo de haber ayudado a desencadenar los fatídicos acontecimientos de 1891, precisamente a partir de los intereses del grupo inversionista que buscaba la monopolización de los nitratos chilenos.

Mitos aliados sobre la participación británica

A diferencia de lo que afirma con dogmática terquedad el mito peruano-boliviano, sobre una supuesta cordialidad y comunidad de intereses salitreros entre Chile y Gran Bretaña en la Guerra del Pacífico, las intervenciones de los grupos inversionistas británicos para apoderarse de la industria fue algo que arrastró a la república chilena a uno de sus períodos de mayor peligro y costo social.

Desmintiendo los mitos tan propios de los autores izquierdistas y del victimismo, al comenzar la Guerra del Pacífico, la supuestamente "determinante" participación inglesa en el negocio de la extracción de salitre no llegaba ni al 15%. En el caso concreto de la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta, a través de la firma Gibbs, controlaban menos del 30% del total accionario. Es más: los acreedores británicos de las calicheras peruanas se cuadraron durante todo el conflicto con la poderosa banca judeo-francesa y con los propietarios de bonos de Italia y Estados Unidos, que llegaron a intentar una intervención directa en favor de los aliados, alentados por la siniestra Casa Dreyfus, que operaba en Lima y que tenía desde antaño sendos negocios con el Estado del Perú.

En 1869, llegó a Chile el inglés John Thomas North, a la sazón empleado de la firma Fowlers Co. Su tarea era supervisar las construcciones de los ferrocarriles de Carrizal y Caldera, pero su innato instinto lucrativo le llevó a desplazarse hasta la entonces ciudad peruana de Iquique, en 1871, para trabajar en labores administrativas de la salitrera del empresario González Véliz. Tres años después, el Perú decretaba el estanco del salitre, tanto con el propósito de reorientar las entradas de las utilidades directamente para el Estado, como también con la intención de acaparar la producción del principal producto fertilizante competidor del guano, industria que también controlaba mayoritariamente el país incásico.

Perú y Bolivia intentan aseverar en nuestros días, que la presencia inglesa en el negocio y las ambiciones que ella generó en Chile sobre las salitreras de ambos países, motivaron la firma de la infame Alianza Secreta, casi paralelamente al establecimiento del estanco salitrero peruano.

El hecho puntual es, sin embargo, que North -sindicado como la principal figura al frente de este supuesto grupo de presión inglés- se desempeñaba entonces no como poderoso inversionista de la industria salitrera, sino como gerente de una compañía de tamaño medio, cuyo giro era el abastecimiento de herramientas importadas y mercaderías para el personal que trabajaba en las calicheras de Tarapacá, desierto que seguía siendo peruano en aquellos años. Su socio en estas andadas era Maurice Sewell, nada menos que el propio primer vice cónsul de Londres en el puerto peruano de Iquique.

Hacia el reinado británico del salitre chileno

Recién en 1877, cuando el pacto secreto peruano-boliviano, el estanco peruano del salitre y el tratado de límites Chile-Bolivia ya llevaban más de tres largos años firmados, North comenzó a comprar sus primeras oficinas salitreras.

No era su mayor negocio, sin embargo. En 1878, solicitó en arriendo al Perú la administración de la Compañía de Aguas de Tarapacá, ganándola por un período de dos años. El estallido de la Guerra del Pacífico le sorprendió del lado peruano, controlando el rentable negocio del abastecimiento de aguas. Dada la importancia que tenía su actividad para Iquique, los derechos de su empresa le fueron respetados por las fuerzas chilenas que ocuparon la ciudad, poco tiempo después.

El olfato empresarial de North logró acertar un triunfo notable, aprovechando la situación en que quedó Tarapacá ante las urgencias generadas por la guerra, con la cancelación de la vigencia de todos los contratos salitreros que habían sido extendidos anteriormente por el Estado del Perú. Valiéndose de la asesoría y de la complicidad de Robert Harvey, que había sido designado Inspector General de las Salitreras de Tarapacá por el propio Perú, logró proponer a la autoridad chilena un plan de entrenamiento de los operarios de las salitreras en la modernización y el desarrollo de la actividad, además de prometer asistencia para el Ejército y varios otros remilgos.

North también logró establecer vías de información directa desde el Gobierno de Chile. Así se enteró, por ejemplo, del interés de La Moneda por atraer inversionistas que pusieran en operaciones a las salitreras. Esto le permitió apoderarse de las principales calicheras de Tarapacá a precios muy bajos. Además, al conocer los detalles de un plan gubernamental para devolver las salitreras a quienes pudiesen demostrar la propiedad de las mismas en base a los certificados extendidos por el Estado del Perú, en marzo de 1882 North y Harvey lograron asumir la propiedad de varias otras oficinas salitreras, acrecentándose más aún la presencia inglesa en la industria representada también por las firmas Gibbs y Williamson Balfour.

North partió ese mismo año hasta Londres, con la intención de erigir un grupo de inversionistas ingleses para la industria salitrera, agrupados en sociedades anónimas. Irónicamente, y refutando también el mito peruano-boliviano de la intervención inglesa en favor de Chile durante la guerra, parte de estos empresarios estaba ligado a los acreedores británicos que participaron del intento de intervención europea que se venía gestando desde la ocupación de Lima, a principios de 1881, y que fuera detenida sólo por la presión del Imperio Alemán en favor de la estricta neutralidad.

Coincidió que el Presidente José Manuel Balmaceda anunciaba desde La Moneda su intención de nacionalizar las riquezas del país, al lema de "Chile para los chilenos". Como esta sola posibilidad constituía una amenaza a las intenciones monopólicas de North y asociados, el empresario dedicó buena parte de sus energías para atacar desde su tierra natal al gobierno de Chile.

La crisis política y los conspiradores

Con el ostentoso pero muy revelador apodo de "Rey del Salitre", North regresó a Chile hacia principios de 1889.

En tanto, el Presidente Balmaceda, a pesar de su origen político en las forestas del liberalismo, había adoptado ciertas políticas públicas de notoria inclinación nacionalista, entre las que estaba su intención de nacionalizar de las salitreras, que eran por entonces una de las mayores fuentes de riqueza para el Fisco y, sin embargo, permanecían controladas por inversionistas particulares y por empresarios extranjeros desde el final mismo de la guerra.

Pero la última década del siglo XIX había alcanzado al vecindario sudamericano en otro de sus frecuentes tránsitos de crisis e ingobernabilidad. Rompiendo la tendencia histórica de la que tanto se jactan nuestras castas dominantes, Chile se encontraba imbuido en la misma clase de malos sueños.

A pesar de ello, Balmaceda preparaba fervorosamente al país para una posibilidad de guerra con la Argentina, conflicto que parecía inminente al calor de la gravedad que habían alcanzado las nuevas reclamaciones territoriales del vecino país, en el meridiano de la Tierra del Fuego y en los principales valles de vertiente pacífica de la cordillera austral. Tras caer Juárez Celman desde el trono presidencial bonaerense, en 1890, fue reemplazado por Carlos  Pellegrini, con lo que se acrecentaron las discrepancias en la aplicación del Tratado Chileno-Argentino de 1881.

Sin perder tiempo y ante la seguridad de lo que se venía encima, North regresó a Londres hacia junio de 1889, pagando desde allá fuertes sumas de dinero para algunos diputados y medios de prensa chilenos ligados a la oposición, con la intención de que atacaran a muerte al balmacedismo y consiguieran arrastrar la situación política a un nivel insospechado de violencia.

Se desencadenan los hechos

En la etapa culminante de la crisis, y sin esperar la aprobación del Congreso, Balmaceda publicó los presupuestos del año anterior. Era la chispa final que encendió el reguero de pólvora en que había sido convertido el país. Así, el 7 de enero de 1891, el Capitán de Navío Jorge Montt levantó una parte de la Escuadra, dándose inicio a la nefasta Guerra Civil o "La Contrarrevolución", para usar palabras de Ramírez Necochea.

Si la vil disposición para los empresarios extranjeros del salitre de Tarapacá cuando éste aún estaba humedecido por la sangre de los chilenos que entregaron su vida en los desiertos, fue un acto de extremo entreguismo y traición histórica, la Guerra Civil terminó de acuñar el amargo pago de Chile para con todos sus héroes y símbolos de la brillante victoria frente a la artera alianza peruano-boliviana. Entre otros casos, la Armada de Chile perdió para siempre a su histórico blindado "Almirante Blanco Encalada", decisivo en el triunfo Chileno en los mares frente a la Marina de Guerra del Perú, pero que acabara hundido por torpedos autopropulsados (primer caso del mundo, por cierto) por las fuerzas gobiernistas de los cazatorpederos "Lynch" y "Condell", en el Combate de Caldera, de abril siguiente.

Varios veteranos de guerra que fueron leales a Balmaceda, como el Capitán Policarpo Toro y el Coronel Santiago Amengual, terminaron bebiendo la hiel de la calumnia y el anatema por parte de los vencedores. Otros, como Coronel Orozimbo Barbosa, murieron en combate, víctimas de sus propios compatriotas, y tras haber sobrevivido a epopeyas victoriosas en territorio extranjero.

El General Manuel Baquedano asumió momentáneamente el poder en Santiago, intentando restituir la calma, el 28 de agosto. Con ello, todo parecía llegar a su fin.

El Presidente Balmaceda se mantenía asilado en la Legación de la Argentina en Santiago, por gestión del representante argentino, su cuñado Uriburu. El día 19 de septiembre de 1891, cuando terminaba su período constitucional, decidió poner fin a su calvario dejando una carta con su famoso "Testamento Político", donde denuncia la crisis moral que afecta al país desde el partidismo político. Acto seguido, se tendió sobre una cama y se suicidó de un disparo en la sien.

La danza de la traición

En 1898, durante el gobierno de Federico Errázuriz Echaurren, se realizó una controvertida investigación respecto de los hechos que desencadenaron los nefastos sucesos de 1891, mismos que arrojaran al país entero a su peor episodio histórico. Esta investigación demostró que, a través de su cuerpo de abogados en Santiago, North había participado activamente en el financiamiento de la conspiración, para derrocar al gobierno que amenazaba sus intereses comerciales sobre la industria salitrera.

Aprovechando el clima de tensión política que sofocaba a la sociedad chilena, North había comenzado a valerse de personajes profundamente comprometidos con el argentinismo y con el internacionalismo liberal, para agravar las rencillas y las simientes de sedición en contra del gobierno de Balmaceda. En la peor parte de la crisis, el Ejecutivo ya estaba evaluando el cierre del Congreso Nacional.

Dicho de otra manera, la intervención oscura de North fue fundamental o, por lo menos, necesaria para que los poderes entreguistas chilenos se volvieran contra el gobierno balmacedista y desatara con ello el nefasto conflicto intestino.

Entre los abogados y asesores de North, habían estado importantes figuras públicas, como Julio Zégers y el ministro Enrique Mac Iver, siendo este último símbolo del radicalismo chileno y autor de la famosísima declaración conocida como la "Crisis Moral de la República", de 1900.


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