MARIO GÓNGORA - PARQUEDAD

Esta entrevista fue publicada por la Revista Qué Pasa Nº 281, del 9 de septiembre de 1976


¿Habrá algo más imponente –además de cautivador– que el halo de misterio que rodea al alma humana? ¿Aquello que hace que cada hombre sea único y distinto de los demás? ¿Ese rudimento inaprehensible que escapa a la evidencia? Pero ¿tienen todos los hombres el mismo modo de expresarse, de comunicarse con el resto de los mortales? Ciertamente que no. Y prueba palpable de ello es el encuentro con Mario Góngora, nuestro Premio Nacional de Historia, cuyo lenguaje se hace perceptible sólo a través de la amistad, de sus clases, de sus escritos. Y no de otra manera.

“Un clarividente”, decía alguien. “Un hombre cuyas palabras se yerguen como una ventana abierta a la eternidad”, acotaba otro. La esencia de la respetabilidad, añadimos nosotros. Un ser de excepción. Alguien que se atreve a dejar su alma en silencio, para recrearse en la intimidad de su conciencia. Un silencio expresivo. Pudor. Reserva consciente. Delicadeza de espíritu. Nada quiere él contar de sí mismo y nada contaré yo tampoco de lo que sé, porque él me lo ha pedido, y lo ha hecho con modestia. Ante tamaña lección, nos inclinamos.

Habíamos intentado, en esos cortos minutos que estuvimos junto a él, tomar algunos apuntes. Fueron escasos en cantidad, pero cualitativamente abundantes. El quiso verlos. Corrigió con un lápiz rojo uno que otro término, para obtener una mayor exactitud. Nos hizo leerlos nuevamente. Caviló otro tanto. Por último pidió que le dejásemos el cuaderno, con el fin de re-pensar el asunto. Añadió otros conceptos: extendió algunas ideas y convinimos en que la cosa quedaría como sigue.

No quisiera hablar en público de mi intimidad; prefiero, en todo caso, no hacerlo ahora. Lo que sé decir acerca de ello ha quedado siempre reservado para la conversación con mis amigos; aquello que puede tener un interés “objetivo” –como suele decirse– lo he dado en mis clases, en mis investigaciones y, más todavía, en mis artículos en la revista “Dilemas”, donde he expresado más libremente mis convicciones e ideales. Un órgano como este último –que, desgraciadamente, no pudo aparecer con la frecuencia necesaria– es indispensable para mantener en un país como Chile la expresión de ideas y propósitos que superen la especialización, que sean propiamente “culturales”.

Como historiador, ¿cuáles rasgos definiría usted como los dominantes en el destino histórico de Chile?

El rasgo decisivo y más profundo de Chile es el ser un país guerrero: durante la Colonia, es la “frontera de guerra” del Virreinato peruano frente a los araucanos; en el siglo XIX es teatro de guerras victoriosas contra los realistas, los países limítrofes y los araucanos. La primera imagen de Chile está dada en la epopeya y en la crónica, concentrada básicamente esta última, también, en los hechos guerreros. Comparado con el resto de América, ésta es su originalidad; las regiones pacificadas, inclusive la capital, carecen de una gran peculiaridad, si se las compara con México, Perú o el Plata. El pueblo chileno moldeado en aquel sentido, es aventurero, feroz y errabundo, muy extraño al carácter sedentario del agricultor propiamente dicho o del artesano. Pero, desde el segundo tercio del siglo pasado, estos rasgos básicos quedaron recubiertos por una superestructura estatal civilista, aristocrática y legal, impuesta desde Santiago por Portales, al comienzo bajo el patrocinio de los comandantes del Ejército del Sur, y, más tarde, puramente civil. Así se implantó el régimen político específicamente “decimonónico”, con sus matices conservadores o liberales; éste dio de Chile la imagen del “país legal”, que desaparecería al abrirse la nación a las oleadas revolucionarias mundiales de este siglo. Pero lo más decisivo me parece ser que la grandeza política, y, sobre todo, la inconfundible fisonomía chilena en América española, se disuelven al desaparecer el rasgo guerrero, a fines del siglo pasado. Esa originalidad, es cierto, se transfiere en cambio, al mundo de la sensibilidad, de la poesía.

Las épocas de valor cultural suelen no coincidir con las de grandeza política. Políticamente, el Chile del siglo XX es un país de socialismo burocrático, paralizador de toda elevación.

¿Cuáles son los personajes que usted admira más en la historia chilena?

Como el tipo del héroe puro, desprendido de todo contexto político, Arturo Prat.

Como políticos, se suele preferir, en el gusto común, a los representantes de un cierto “despotismo ilustrado”, como Ambrosio y Bernardo O’Higgins, Portales, Manuel Montt, Balmaceda. Confieso sinceramente que me atrae más la simple imagen del fundador: Pedro de Valdivia. Fundar algo duradero, cuya planta; está siempre presente, es lo más importante.

Como encarnación de la madurez intelectual, creo que nadie puede disputar la primacía del chileno adoptivo Andrés Bello. Una universidad como la de Bello fue, durante sus 120 años de aproximada duración (1842 hasta más o menos 1960), un modelo de equilibrio y de elevación, dentro de la escala hispanoamericana.

Creo que el chileno de mayor libertad espiritual ha sido Lacunza. Este jesuita exiliado, consagrado íntegramente a su obra, inmovilizado en su pequeña casa de Imola, elaborando durante décadas su tesis milenarista –no ciertamente original en su raíz, pero sí en su disposición y argumentación–, audaz, a la vez que procurando mantenerse obediente a la ortodoxia, me parece un ejemplo inigualado en Chile.

¿Qué poeta chileno le toca más?

Vicente Huidobro, el del “Ciudadano del olvido” y de los “Poemas Finales”. Además, lo admiro porque despertó en Chile, mas que nadie, el sentido de la libertad poética, de lo específico del conocimiento poético.

¿Qué piensa de Neruda?

Carezco de competencia para hablar del poeta de “Residencia en la Tierra”. Pero he leído últimamente su autobiografía, “Confieso que he vivido”, y no he podido menos de sentir repulsión. Pocos libros hay más convencionales en los elogios y en las condenaciones. A veces el ataque a personas que no pueden defenderse toca los límites de la bajeza.

¿Cuál ha sido el sacerdote más ejemplar que usted ha conocido?

Juan Salas Infante, muerto en 1944. Tomaba en serio la Biblia. Jamás se mezcló en política, rasgo tan, inusitado en su generación eclesiástica, como en todas las generaciones de la historia del clero hispanoamericano. Sus explicaciones bíblicas, todas las tardes en la Iglesia de San Juan Evangelista, eran a veces inolvidables; pero más todavía lo era su libertad evangélica en el trato humano.

¿Cómo definiría usted sus convicciones políticas actuales?

El 11 de septiembre es una fecha decisiva para Chile. La guerra de Independencia es un movimiento compartido por el surgimiento casi simultáneo de Juntas en todo el continente, y la composición misma de los ejércitos es en buena parte interamericana. En cambio, en 1973 es solamente nuestro país el que se coloca en una posición singular, en un horizonte mundial, dando un salto sobre la historia nacional anterior.

Respecto del comunismo, creo cada vez más firmemente en la condenación pronunciada por Pío XI –como un movimiento intrínsecamente perverso; Y en la pronunciada por Solzhenitsyn –la primera autoridad espiritual en el mundo de hoy–, en el sentido de que el comunismo sobrepasa el entendimiento humano. Las personas pueden ser honestas, pero hay algo “bestial”, en el sentido apocalíptico, en el movimiento fundado por Lenin.

Por otro lado, me siento cada vez más adversario del desarrollismo, la tecnocracia y el economicismo, al cual se entregan desgraciadamente buena parte de los gobiernos del mundo occidental. El racionalismo en el que se basa todo ese complejo ideológico, su desprecio por las tradiciones locales y nacionales, su olvido de todo humanismo y de toda motivación espiritual o vital, arrasan con todas las resistencias profundas que precisamente serían los obstáculos para el marxismo. Gracias a esta mentalidad puramente calculadora y economicista de los gobiernos, todos los países occidentales están interiormente minados por una “inteligencia” marxistizada, que se ha apoderado de las universidades y de los órganos de comunicación desde hace ya varios años y que ejerce un poder despiadadamente despótico e inquisitorial sobre la opinión pública.

El marxismo es ahora el conformismo y el oficialismo universitario en los países “libres” de Occidente, gracias fundamentalmente a que no se pudo plantear ni una respuesta metafísica ni religiosa al marxismo.

Eso ocurrió, por ejemplo, en España, tras la misma fachada del franquismo, desde la década de 1960; en Francia, bajo el gobierno de derecha liberal de Giscard; en los Estados Unidos, etc. Ojalá Chile no olvide la lección.

Si uno quisiera explicarse la razón del éxito de la tecnocracia y sus ideologías complementarias, creo que el trasfondo lo constituye el utopismo, este rasgo tan característico del Siglo XX, en que por primera vez las utopías se realizan en gran escala, pero a costa de la Vida. La imagen del Paraíso terrestre retorna en forma secularizada.

En este estado de Civilización Mundial a que va llegando el siglo, se han cumplido los peores pronósticos: se ha cumplido Spengler, se va cumpliendo Huxley.

Escapar de la impasse exigiría de algún gran hombre, de alguna élite que redescubrieran, que revelaran el espíritu viviente, una nueva y real jerarquía espiritual y vital de los hombres. Eso parece hoy día imposible, pero “los pensamientos que avanzan a paso de paloma dirigen el mundo”, escribía Nietzsche.

El Cristianismo, ¿no es acaso una alternativa a esa impasse?

Creo que el Cristianismo es la última verdad; que su trascendencia es inconmensurable. Pero la verdad cristiana se presenta en el Nuevo Testamento proféticamente: hay que poder Interpretar esas profecías, a través del tiempo y de la historia, hay que saber interpretar esos enigmas.

Por eso se han dado diversos movimientos creadores dentro de la Cristiandad: para hablar del solo Oocidente católico, la Patrística latina y especialmente San Agustín, las distintas corrientes de la Escolástica, el Jesuitismo y la Contrarreforma, el Romanticismo religioso, los “renacimientos” intelectuales católicos de comienzos de siglo en varios países de Europa, etc. Desgraciadamente, no se percibe hoy día respuesta creadora comparable, ni de lejos, con tales movimientos. Pienso en “El resentimiento en la moral”, (de Max Schela, en que se aproximaban el Cristianismo y la admiración nletzscheana por los valores vitales. Recuerdo que Peter Wust escribía en 1929: “De cierto, nosotros los católicos necesitaríamos en primer lugar de un pequeño círculo intelectual, estrictamente católico, religiosa y espiritualmente cerrado, como fuente de una nueva formación sustancial, una especie de Círculo de George católico, en que el punto central no fuese George, sino Cristo. A partir de este Círculo, orando, deberíamos llegar a configurar algo nuevo (que sería en el fondo lo más antiguo de nuestros antepasados), en medio de este mundo desesperado”. Pero todos esos signos, y tantos otros de comienzos de siglo, que han dejado una huella en la historia espiritual europea, se han visto interrumpidos por la dolorosa realidad actual de la Iglesia.

¿Qué piensa de los movimientos tradicionalistas de resistencia contra la reforma conciliar?

El que más me impresiona son los “Silmcieux de France”, que se reducen a desfilar en silencio y a cantar en latín el Credo. La protesta más íntima y más callada sea quizás, al final, la más eficaz. Pero cada cual debe actuar en conciencia y según su vocación.

Pasando a otro asunto, ¿cuál es su concepción de la Universidad chilena?

Es fundamental recordar que las universidades hispanoamericanas son la primera institución educacional que funda el Estado español, y luego los Estadas republicanos. No se crea primero una enseñanza elemental, luego media, hasta llegar con el tiempo a establecer universidades, sino a la inversa. La cultura se funda en la Universidad y desde allí irradia hacia abajo: tal es nuestra tradición, diferente *de la norteamericana, y de la que en el mismo Chile propiciaba Sarmiento. El Estado chileno se decidió en favor de Bello y en contra de Sarmiento y de sus tentativas de imitar a los Estados Unidos.

Si se hubiera tenido que esperar a que no hubiese analfabetismo en Chile para fundar la Universidad, ésta no hubiese podido aparecer en el siglo XIX. El privilegio de la Universidad para gozar de todo el apoyo del Estado (entre otros del apoyo financiero) es un privilegio justo, porque allí se funda la cultura nacional y se forma la élite dirigente del mismo Estado.

Bello fue el gran educador nacional del Chile del siglo XIX, gracias a su concepción humanista, en que se armonizaban ejemplarmente, a la medida de Hispanoamérica, Filosofía, Letras y Humanidades en general y profesiones liberales basadas en el Derecho, las Matemáticas y la Biología. Esa Universidad humanista formó el tipo del hombre Cultivado que da su sello a la vida nacional de la etapa civilista, que se inicia en nuestra historia hacia 1830 ó 1840.

La institución pensada por Bello se mantiene en sus líneas esenciales, no obstante la ampliación de las profesiones y las inflexiones de las ideas generales dominantes, hasta por los años 1960. Las oleadas posteriores son muy conocidas para abordarlas aquí.

La innovación más positiva es el aprecio por la investigación, a la par que la docencia, dentro de la vida universitaria. Sin embargo, esta valoración se ha dirigido más a las Ciencias Matemáticas, Físicas y Biológicas, o a las Ciencias Aplicadas. Acomodándose el ambiente chileno a las modas del pensamiento imperante difusamente en Europa y Estados Unidos, la Universidad chilena tiende a apreciar menos la Filosofía y Humanidades. Y dentro de las Ciencias Humanas, el desarrollismo dominante prefiere naturalmente la economía y las Ciencias Sociales a las Humanidades clásicas”. La enseñanza de la Historia a nivel secundario sufrió un golpe muy severo al ser clasificada como “ciencia social” al mezclarse así con una rudimentaria Sociología.

Este proceso es un reflejo fiel de tendencias occidentales. En “sociedades tecnodemocráticas”, se ha dicho en Francia –en 1975, ya no debe haber privilegio de la Filosofía ni de las Humanidades; su papel debe ser sustituido por el “conocimiento de las estructuras económicas, políticas y administrativas del mundo contemporáneo”. Así, las instituciones educacionales del mundo occidental, en lugar de buscar una respuesta filosófica coherente al marxismo, que tiende a monopolizar la instrucción filosófica, histórica, literaria, etc., solucionan el problema procurando minimizar la formación humanista, y reemplazarla por disciplinas meramente positivas (“Ciencias Sociales”) adecuadas para la “tecnodemocracia”.

Este ejemplo es temible para Chile. Es fundamental reforzar la formación filosófica en todas las disciplinas; es indispensable insistir en la necesidad de la formación filosófica en Historia, a fin de impedir que se transforme, también, en Sociología o Economía retrospectiva. La Universidad debe comprender que la Filosofía no es una especialidad más, sino que ella defiende al conocimiento de caer en la especialización bárbara; es la defensa del pensamiento humano.

Quisiéramos terminar preguntándole por su formación como historiador: ¿a quiénes, entre los maestros chilenos y los europeos, admira usted?

Quiero precisar, en primer lugar, que una cosa es lo que he podido hacer como investigador y otra como lo que admiro. Mis investigaciones han quedado sujetas a la crítica nacional e internacional; a ésta me remito. En cuanto a lo que admiro, confieso que es siempre muy diferente de lo que he podido hacer.

Sinceramente hablando, no me he formado en la admiración por los historiadores chilenos del Siglo pasado: pertenezco a una generación que necesitó romper con ellos, para no ser meros epígonos. Entre los de este siglo, mis simpatías van hacia Alberto Edwards, el maestro del ensayo histórico. El argentino Ernesto Quesada –en varios aspectos una figura correspondiente a Edwards– despertó también mi interés en mis tiempos de estudiante.

En la historiografía europea, mis lecturas más llenas de entusiasmo se han dirigido a Ranke, el maestro del gran espectáculo histórico-político, y hacia los grandes maestros de la historia cultural: Jacobo Burckhardt, Dilthey, Huizinga, Meinecke. El horizonte de la Filosofía de la Historia ha quedado para mí marcado por la lectura juvenil entusiasta de Spengler, por la más tardía de Herder y por la de Vico; sin duda este último, el más grande de ellos. Cada vez más me quisiera adentrar ahora en Nietzsche, el más clarividente de los pensadores del mundo contemporáneo, que fue asimismo una de mis primeras lecturas cuando joven.


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